domingo, 2 de marzo de 2014

Cerro Castillo

Cerro Castillo no es cualquier cosa. Cual castillo amurallado estaba empeñado en ponérmelo difícil, y lo consiguió, con caminos que se bifurcan, o caminos del ganado, o paredes de roca, y vegetación espesa.
El día que me encaminé dispuesta a pasar tres días por allá arriba, el sentido común me dijo que diera vuelta y al día siguiente hiciera ruta de un día.
Así pude volver a coincidir con César, el ciclista que conocí en Tranquilo, y subimos juntos hasta la Laguna Azul. Magnífica compañía. Él estaba en su día de descanso de bicicleta, y yo se lo recordé varias veces conforme sumábamos desniveles, horas y kilómetros.
Durante la larguísima subida yo iba muy contenta, el trazado enseñaba fabulosas vistas y había marcas, señales de la ruta. Este día no tenía nada que ver con el anterior. Las montañas, el valle de la villa, Cerro Castillo, su glaciar sobre una enorme pared, sus cascadas directas a la Laguna. Trescientos sesenta grados increíbles. Comimos en la laguna, yo metí los pies, mi compañero hasta se bañó. Me habría quedado allí largo rato, pero el camino de vuelta era largo. Todo el mundo recomendaba bajar directo, por el camino que yo intenté desde abajo el día anterior. Habiendo bajado ya un buen trecho, no lo vimos claro y dimos vuelta. Preferimos largo y medio buen trayecto que desconocido y sin marcas, pudiendo anochecer. A pesar de todo, en cierto punto, perdimos el camino , volvimos a subir, bajar, mil vueltas... El tiempo apremiaba, aún a cierta altura y ya poca luz. Pero paré un momento a pensar, situarme, mirar tranquila a mi alrededor, y localicé el camino. ¡Salvados! Pero había que llegar a una pista antes de que fuera noche cerrada. Echamos a correr, no importaban el cansancio, ni las botas, ni la mochila, había que salir de allá. Avanzamos bastante, pero César tropezó, se desequilibró y cayó. Se dio en el muslo con una piedra y quedó dolorido. No podíamos seguir corriendo pero ya estábamos cerca de la pista. Llegamos a ella justo con la noche. Aún quedaban ocho kilómetros que recorrer hasta el pueblo, que se hicieron eternos. Las estrellas brillaban con fuerza.
Llegamos al hostal catorce horas y media después de nuestra salida, con un desnivel acumulado en las piernas de dos mil trescientos metros. Yo sólo quería una ducha caliente y descansar. Me quedé en la gloria, pero César no llegó al agua caliente.
Ya relajada, pensando en todas las zancadillas y situaciones de Cerro Castillo, del alma me salió una risa que no podía parar.



























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